Que Erasmo había tomado buena nota de las lecciones aprendidas durante sus escarceos cortesanos y que comenzaba a comprender las ventajas de una fama literaria que iba a cobrar tintes legendarios queda claro durante la segunda década del siglo XVI, cuando sabrá hacerse acreedor del apoyo y de la protección de lo más granado de la rama seglar de la aristocracia y de la monarquía europeas —Enrique VIII de Inglaterra, Francisco I de Francia, el emperador Carlos V— y de la religiosa —Julio II, León X y Clemente VII entre ellos—. En cualquier caso, esta protección estuvo marcada por altibajos y, durante las dos últimas décadas de su vida, por situaciones que pusieron paulatinamente la pretendida imparcialidad del Roterodamo al límite.
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He pasado el día en la biblioteca de un hombre muerto, husmeando en sus papeles y rebuscando entre sus libros, deshaciendo lo que memoria, cuidado y azar se habían molestado en fijar durante toda una vida.
La noticia tecnológica del día: Apple acaba de lanzar un nuevo producto denominado iPad. El término ‘producto’ lo utilizo a propósito y pretendo con él explicar por qué la recepción en Internet no ha sido especialmente cálida.
El problema ha sido la falta de un contexto, tanto para tirios como para troyanos. En el caso de los usuarios fieles a la marca, las expectativas habían llegado a un grado de desbordamiento a través de rumores que hacían imposible que ningún objeto real cumpliera con una masa informe de características que no paraba de crecer. Junto a ello, Apple ha ido en contra de una de sus premisas en la creación de productos informáticos de consumo: presenta un objeto para la recepción pasiva de productos culturales cuando la línea de la empresa había consistido tradicionalmente en insistir en una potencial capacidad de creación de una manera rápida y sencilla. Y esto, como es evidente, ha descolocado a muchos. En el caso de quienes nunca han tenido relación con la marca, las reacciones fueron similares a las que hubo con el iPhone: crítica de precios, sumada a crítica de un sistema propietario, etc.; una amplia mayoría de ellos tiene, dos años después, un iPod táctil o el teléfono móvil de la marca.

Sin embargo, lo que puede percibirse como un fallo de la empresa a la hora de satisfacer las necesidades de los usuarios, o de cumplir con sus expectativas, admite una lectura distinta. Apple ha optado por el sentido común y por hacer un ejercicio reflexivo a partir del que reeducar al usuario, movimiento que por su carácter insólito merece al menos una reflexión. El iPad no es una computadora que permita redactar una tesis, componer música, retocar fotografías de manera profesional o editar vídeos en HD; sino que sirve para disfrutar de todo ello. El concepto que hay detrás es quiénes somos y cómo aportamos valor a lo que consumimos, de ahí la posibilidad manejarse y distribuir lo que tenemos en nuestro terminal en todas las redes sociales. El iPad no podía ser la piedra filosofal de la informática de consumo porque ya lo es cualquier ordenador con cierta potencia; había que buscar un espacio distinto para dar significado a todo lo que consumimos. Como tal, va dirigido a los usuarios que necesitan un terminal para moverse por redes sociales, para revisar documentos que lo requieran, para leer libros ya escritos, etc.
En resumen, el iPad no alude al usuario creativo o a aquel que necesita hacer cosas con una computadora, sino que se plantea a ese mismo usuario, o al consumidor pasivo, como ente receptor —de ahí la insistencia en las redes sociales, la redistribución de la aplicación de correo electrónico, etc.— y como crítico y difusor de los mismos. Por tanto, una idea de creación no solo para aquellos con inquietudes, sino para los internautas como comunidad global.
Creo que el iPad será un éxito porque tiende la mano al amplio registro de usuarios que todavía miran con recelo, o usan de una manera vaga e imprecisa, sus ordenadores y su conexión a Internet. Pienso en usuarios que no necesitan la complejidad de un ordenador personal para configurar su cuenta de facebook, que no saben qué es flickr, que no quiere navegar de manera errante por páginas web, sino que requieren puntos de referencia perfectamente situados en Internet —coordenadas que podríamos denominar como mainstream digital—. Lo que Apple ha hecho es parecido a lo que el ZX Spectrum, el Commodore 64 o el Amiga hicieron en la década de los 80 para mi generación: ha pensado en un terminal doméstico que no requiere ningún conocimiento previo para disfrutar plenamente del ocio digital y de los protocolos de interacción social que ofrece Internet.
Gestión de tiempo y de espacio.
Detrás de ello, hay un estudio serio de modelos de mercado y de expansión hacia un enorme conjunto de usuarios potenciales. Pero hay además una consideración importante de uno de los grandes temas del diseño aplicado a la informática: la gestión de los espacios de trabajo y de ocio. Apple ha pensado en cómo distribuimos ambos espacios en la interacción con nuestras computadoras y ha creado un objeto que responde al ocio de una manera más precisa que un portátil o un sobremesa, ha aplicado la división de las dos grandes corrientes de uso de computación dividiéndolas en dos espacios claramente delimitados. Y eso tiene dos claras lecturas: la primera es que aquellos que como yo nos pasamos el día delante de nuestros portátiles y mezclamos ocio con trabajo nos ha ofrecido una delimitación física de los mismos, dando un contexto a un objeto nuevo —aquí las palabras de Jobs no parecen exageradas— que hace todo lo que se puede hacer con un ordenador que no es estrictamente productivo. Esta división permite pensar de una manera mucho más lógica nuestra relación con los ordenadores y materializa una necesaria división conceptual. Apple ha creado, me parece, un espacio necesario.
No es que el iPad permita hacer cosas impensables en otro aparato, sino que ayuda a distribuir los conceptos en distintos tipos de objetos, y eso es enormemente importante para todo tipo de usuarios.
Incorporación de nuevos usuarios y relectura de Internet.
El iPad, tal y como yo lo veo, es justamente lo contrario a una herramienta de trabajo. Es una herramienta de procrastinación, que la alienta y que la evita al convertirlo —a él en vez de a nuestra computadora— en su instrumento. Cumple, a su vez, con todas las premisas y atiende a todo el abanico de ocio en Internet, permitiendo acceder a una amplia masa de población a las redes sociales aunque carezcan de cuenta en ellas. Pienso por ejemplo en la generación que ahora cuenta con 50 años. Su relación con la computación ha sido, en su mayor parte, una relación laboral en la que había que usar el correo electrónico y quizás dos o tres aplicaciones específicas. No navegan por Internet, no leen blogs por suscripción a RSS y no hacen cosas que para el arco de población entre 15 y 35 años son básicas.
Jobs presentó el iPad sentado en un sillón con una mesilla al lado. No es un objeto para las oficinas, nadie pretenderá escribir textos extensos —aunque ciertos complementos lo permitan— en él. Ciertamente se puede usar iWork, nuestra galería de fotos, etc., pero tal y como yo lo veo, para hacer pruebas de concepto, para revisar fuera del escritorio y fuera del despacho algunos trabajos que hemos producido allí, de una manera casual y sin complicaciones de interfaz. Visto así, incluso la imposibilidad de realizar varias tareas simultáneamente parece una ventaja.
La lectura de libros electrónicos.
Una de las aplicaciones que Apple presentó para su nuevo dispositivo fue fue iBooks. Un software de lectura de libros en formato .epub. Y aquí de nuevo se plantea de manera evidente lo que quería decir antes. Apple ha pretendido crear una experiencia estética de lectura. Ha obviado la tinta electrónica —todavía no es su momento— y ha intentado crear la experiencia más agradable y similar a la lectura en papel, no ha reproducido las cualidades físicas del papel, sino la ‘interfaz de la lectura’. Para ello ha saqueado sin piedad dos aplicaciones de cierta fama: Delicious library para la creación de anaqueles virtuales donde almacenar libros y Classics para reproducir el proceso de lectura.
De nuevo, esto ha producido críticas por parte de los potenciales clientes: cómo se leerá un pdf, por qué pantalla con retroiluminación y no tinta electrónica, etc. Y volvemos con ello al concepto que hay detrás del dispositivo: no se trata de que no se pueda leer un pdf, que se puede, sino de que algún desarrollador cree una aplicación que repiense la manera que tenemos de tratar con formatos que no permiten un reescalado como el texto plano. Eso llegará más pronto que tarde. Se trata de que uno pueda acceder a ficción y ensayo de manera directa en su terminal, que pueda leerlos y disfrutar de la lectura como un placer estético, no como un trabajo.
A mí, que me dedico —por horrible que suene— a leer de manera profesional, no me resulta práctico. Y no lo es porque la premisa es que no lo sea, no se ha pensado en el dispositivo para eso y, más importante aún, el iPad no es un lector de libros electrónicos, aunque pueda cumplir con ese cometido.
La AppStore y la creación de ecosistemas para los usuarios.
Una de las cosas realmente atrayentes del iPad es cómo Apple ha creado una interfaz y un conjunto de aplicaciones básicas para los usuarios. La compañía nos ha mostrado cómo ve al usuario medio de Internet y, desde mi punto de vista, la radiografía les ha salido impecable.
Eso no implica que cada usuario pueda hacer del dispositivo lo que quiera mediante aplicaciones de terceros. Por ejemplo, el iPad puede ser una herramienta muy interesante para aquellos que estén preparando una tesis o un libro si se cuenta con el mismo gestor bibliográfico que tiene en su computadora que permita leer bibliografía en pdf y anotarla y marcarla para que luego sea sincronizada y con un editor de textos básico que le permita hacer pequeñas correcciones en otro ámbito que no sea la mesa de trabajo, y con un dispositivo fácilmente transportable, ligero y energéticamente eficiente.
Lo mismo es aplicable a aquellos profesionales de la fotografía que deban revisar una enorme cantidad de fotografías, el dispositivo permite marcar y detectar posibles problemas tanto en el momento de pre como de preproducción, problemas que a veces podrán solucionarse con una aplicación ligera de retoque fotográfico en el dispositivo y a veces requerirán enviarse al centro de trabajo para una revisión posterior.
Como cierre, me parece que lo que hoy ha presentado hoy es una manifestación sincera de nuestros hábitos como usuarios, dándole puerta de entrada a muchos más que todavía desconocen Internet. La forma en la que lo ha hecho me parece interesante y queda por ver cuál será la recepción del dispositivo. Si mi lectura es acertada, Steve Jobs podrá jactarse de haber reinventado la informática de consumo.
El iPad define de una manera precisa qué es un usuario de Internet actual, cuáles son sus necesidades, y cómo interactúa con su medio. En ese sentido, servirá en unos años para comprender cómo veíamos Internet y que tipo de expectativas teníamos —en términos generales— a la hora de valernos de la red como medio comunicativo.
Se ha levantado la polvareda, como era previsible, con respecto al libro digital en españa y a la penosa situación de las editoriales patrias con respecto a él. Me refiero ante todo a la polémica en Twitter y a la airada entrada de Mi mesa cojea al respecto, así como la entrada de Econectados a la que llego por Error500: todo indica que las editoriales han optado por el inmovilismo como sucedió con las discográficas hace una década, con la diferencia de que diez años son muchos en lo que toca al ámbito tecnológico y los usuarios ya tienen a su disposición todos los medios para la creación de plataformas de contenidos que pueden ser colmadas de material en muy poco tiempo.[^1] Se confunde quien piensa, sin embargo, que los editores españoles no conocen el mercado, saben bien que ese “quietismo” es la actitud más inteligente a seguir ahora, porque basta que suplan las infumables versiones en formato .rtf, .doc o sus refritos en .pdf por unas decentes —y revisadas y cotejadas— en .epub, .pdf o derivados para que pasen a engrosar el catálogo de libros piratas —y quien sepa algo de historia del libro, sabe que es término que ni pintado—, solamente aportando pérdidas en un cambio de plataforma que es, por otro lado, inevitable.

Es cierto que el impacto de los lectores de libros electrónicos en España no es comparable al estadounidense, como también es cierto que las editoriales españolas ya deberían estar preparadas para la convivencia del mercado del papel y del digital. Nuestras editoriales podían haber tenido la vista suficiente como para lanzar best-sellers y clásicos anotados y preparados para estudiantes americanos y británicos de español —que los hay a expuertas—, algo que aún puede ser un buen campo de pruebas para ellas y les puede aportar importantes beneficios a largo plazo. Como sea, lo que plantean las entradas mencionadas más arriba es que las editoriales van a seguir el ejemplo de las discográficas, que nos han presentado un ciclo de pérdidas enorme —y no quiero discutirlo aquí— hasta encontrarse paulatinamente con un equilibrio entre lo que los usuarios demandan y las distribuidoras están dispuestas a ofrecer. Pero la realidad es que el mercado de libro cuenta con unos rasgos que, bien aprovechados, pueden llevarlo por derroteros distintos.
En primer lugar, el mercado de la música tiene poco o nada que ver con el mercado del libro. Mientras que escuchar música en un iPod o en un ordenador con una buena salida de sonido tiene poco de distinto a hacerlo en un equipo de alta fidelidad —que me perdonen los melómanos—, leer un libro en soporte digital tiene mucho de distinto al soporte en papel. Hay, claro, ventajas y desventajas. Para una persona como yo, que se dedica a los libros —a leerlos y a intentar escribirlos—, la ventaja de poder buscar una información concreta en cualquier momento parece de ciencia ficción, y el ahorro de tiempo es considerable. Claro que esto no significa que yo pueda producir más o mejor, sino que sencillamente tengo una comodidad añadida a la revisión de mis notas de lectura. El problema que yo le veo a los ebooks en el ámbito académico —lo he comentado más veces— es el formato: los académicos necesitamos saber el año de edición, la editorial y el lugar, el número de página, y demás cosas que el ebook se salta a la torera, para ayudar a nuestros lectores a encontrar las referencias que mencionamos y para que nuestros lectores nos espeten a su vez referencias que nos contradigan. Perder esta manera, o no aportar una nueva, de referenciado es inaceptable y un error a todas luces, maxime cuando es fácilmente subsanable.[^2] No cuesta imaginar un momento en un futuro —lejano o cercano— en que los libros académicos se publiquen únicamente en formato digital y estén plagados de hipervínculos para acceder de manera directa a fuentes que antes se mencionaban, sí, y que en un acto de fe, también, teníamos que dar por buenas. Llegados a ese punto, el ebook mostrará su potencial como una herramienta de estudio sin parangón en la historia del libro, y creo que todos debemos congratularnos con lo que nos viene por delante, algo para lo que la escritura de un blog ayuda mucho —por eso se lo recomiendo a mis colegas— y para lo que creo que sería deseable un entrenamiento específico en los programas de doctorado actuales.
Decía que el mundo de la música y el mundo del libro no son iguales y me gustaría ser un poco más claro al respecto. Mientras que es prácticamente innegable que todo el mundo escucha y escuchaba música y quien más o quien menos tiene en su casa un generoso catálogo de CDs o mp3, en el caso de los libros es difícilmente negable aquella cantinela impenitente de años ha de que cada vez se leen menos libros en esa cabriola fantástica que establece una equiparación entre lectura y compra de un volumen que, gracias a esos sitios legendarios llamados bibliotecas, sería más que discutible. Leer un libro no requiere las mismas destrezas que oír un disco o ver una película, y hay lectores, probablemente los más abnegados, fieles y tenaces, que buscan cosas distintas a la literatura de consumo, que desde el siglo XVIII es la que ha dado réditos a las editoriales. Es evidente que estas no van a poder evitar que Zafón, Rowling, Reverte, Marías, King, Clancy y demás jarca sean pirateados de manera inmisericorde, como ya lo llevan siendo desde hace lustros; sin embargo, las editoriales juegan con una baza que el mundo de la música no pudo explotar, que es el de su fondo editorial. Aquí la historia cambia, y mucho, porque estamos hablando de libros desaparecidos que todavía pueden prestar un enorme rendimiento económico con una inversión mínima, puesto que ya están escritos. Hablamos, en definitiva, de un arco temporal que va del tiempo de vida útil de un libro en los anaqueles de cualquier librería —soy generoso y obvio el comercio de libros—, entre uno y cinco años, a la duración de los derechos de explotación de la obra o, mutatis mutandis de su traducción, que dependiendo del país puede ocupar unos generosos sesenta años. Ahí es nada.
La nebulosa aquí es en realidad mayor, puesto que antiguas editoriales que cerraron sus puertas hace tiempo —pienso en Editora Nacional, una tragedia— vendieron o malvendieron los derechos de su fondo a algún oscuro —o luminoso, preclaro— editor que ha decidido dejar esas colecciones durmiendo el sueño de los justos. Un escaneo, un ocr concienciudo, una cuidadosa corrección —para adecuarse al original, no con afán de mejorarlo, o con opción si cabe de una “fe de erratas”— y una maquetación conservando tipo, cuerpo, paginación y demás y voilá, uno verá que distribuyendo el archivo por unos 8 euros va a encontrarse con que unos 2.000 profesores universitarios desperdigados por el mundo —es un decir— y un generoso número de estudiantes, si aquéllos se animan a incorporar el texto en sus cursos, se comprarán el libro de marras de la colección. Pongamos otros 1.000 alumnos y ya estamos en 3.000, que multiplicado da la friolera de 24.000 euros, algo que partiendo de la nula producción de beneficios actual haría que al mundo de los editores les tuviera que aparecer el símbolo del euro centelleando en sus pupilas. No te cuento si nos ofrecieran la Biblioteca de visionarios, heterodoxos y marginados, las obras completas de Julio Caro Baroja, las de Marcelino Menéndez Pelayo, Ramón Menéndez Pidal, Dámaso Alonso, o los magnificos estudios de José Deleito y Piñuela a un precio especial de lanzamiento.
Menciono esto porque sí hay cosas que un editor puede aprender del mundo del disco: remasterizar obras clásicas y casi perdidas. Aquí Google Books, con su falta de cuidado y amor por el texto y por su renderizado, junto a su pobre sistema de búsquedas, ha dejado una vía abierta para los editores en el sentido clásico: aquellos que amaban el libro como objeto además de como contenido. Las opciones del libro electrónico deben dar la opción de volver a transmitir ese amor, de reeducar estéticamente al público. Uno puede hacer un trabajo de maquetado y composición siguiendo el original pero puede ofrecer anexa una versión ampliada a la que adjuntar apéndices que permitan un lectura actualizada —para eso valemos los historiadores, los filósofos, los filólogos y demás razas de Mordor—, la incorporación de materiales de difícil acceso hace cuarenta años y hoy a un click de distancia, objetos gráficos y audiovisuales, etc. Creo que cuando Apple —siento mencionar al santo de mi devoción— anunció la creación de iTunes LP estaba pensando en una fórmula que a ellos les ha ido bastante bien, y que podría adaptarse de la siguiente manera al mundo del libro digital: es cierto que hay .rtfs, .docs, .pdfs y demás pululando por la red, pero hay una manera de presentar los contenidos y unos contenidos determinados que solo pueden ser organizados por el editor que posee los derechos de más obras, es necesario crear objetos de arte que nadie quiera piratear, tanto por la plataforma en la que se ven como por las ventajas inherentes que conlleva su compra. Y creo que todo ello debería ser excitante por el reto que supone para el mercado editorial. No ha habido un momento con mayores posibilidades creativas para escritores, diseñadores y creadores de contenido desde las prensas de William Morris y las obras que pueden producirse llevarían la experiencia de la lectura y del aprendizaje a un nuevo nivel. Aquí la pericia del editor en la selección de los textos para sus colecciones, y el trabajo que durante años la editorial ha realizado escogiendo con mimo sus títulos se verá enormemente recompensados. Espero que la plataforma que Apple prepara esté a la altura de dichas posibilidades experimentales y, de ser así, que no queden estas en lo anecdótico.
La entrada de Mi mesa cojea mencionada al principio de este texto incide en un hecho distinto al que yo comento, al enfocarse primordialmente a la literatura de consumo. He tenido la posibilidad de utilizar un Kindle y un Nook estos días y, sinceramente, no es la experiencia de lectura que busco, ni lo que espero para cambiarme de papel a un dispositivo nuevo. Además de las razones anteriormente aducidas, tengo claro que no voy a utilizar un lector de libros electrónicos donde su estética —y me refiero a cuestiones tipográficas, de caja y demás cosas que no tienen por qué preocupar a todo el mundo— es como poco aberrante. Pero la crítica de Jose A. Pérez es acertada, las editoriales deberían tener unos contenidos a la espera de soporte, y no al contrario, si el soporte adelanta a los contenidos y las preocupaciones por el libro como tal son mínimas —uno no sabe qué traducción, qué edición y con qué garantías la está leyendo— en un amplio espectro de lectores, las editoriales van a sufrir con sus títulos tradicionalmente más rentables. Quizás sea el momento de un cambio en el paradigma tradicional del mercado librario, que decía que los réditos obtenidos de las obras más vendidas servían para publicar las obras realmente importantes y de calidad, quizás el paso al libro electrónico permita que las editoriales ofrezcan a su público, a precios competitivos, obras raras y hermosas y que sean estás las que permitan no su supervivencia, sino una nueva edad dorada. Por soñar, que no quede.
actualización: Al hilo del debate algunos blogs han publicado algunas entradas de tanto interés ligeramente anteriores a esta o posteriores. Hago aquí una pequeña lista aproximativa de algunas de las que me han llamado más la atención:
* “El miedo a la copia ilegal deja pasar una oportunidad de negocio con los e‑books en España”, en Madrid Progresista. Comentarios en Menéame.
* “Su Biblia, señora ministra”, de Bloguionistas. Con una interesante apreciación de un editor sobre los derechos de autor y de explotación de las obras descatalogadas.
* De nuevo sobre los títulos descatalogados, podéis ver esta entrada de The Public Domain y los comentarios en castellano en menéame, que dan una buena idea de las posturas, opiniones y actitudes más difundidas en torno al libro digital.
* El anteproyecto de ley de economía sostenible —aquí desde la página del ministerio— ofrece bastantes respuestas, de las que muchas son claramente anticonstitucionales, a aquellos que se preocupen por cual será el nuevo panorama en la creación, disfrute y difusión de copias digitales por la red. Tenéis artículos de opinión al respecto, en un tono muy similar, en Del derecho y las normas, Enrique Dans, Merodeando, La aldea irreductible, Interiuris, Versus y Error 500.
* “El mundo editorial discute cómo controlar la piratería en el ‘e‑book’ “, Pedro Vallín, en La Vanguardia.
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[^1]:
No deja de sorprenderme leer algunas de las perlas de la entrada de Econectados —«Dime un libro y lo encuentro en Google gratis», «lo siento por los libreros, pero van a desaparecer rápidamente», «los libreros están amenazando a las editoriales con quitar sus libros de la vista si venden libros electrónicos en sus webs. Pura mafia. Igual de mafia que la ley española que obliga a vender el libro a un precio único para proteger a las librerías pequeñas. Lo siento, pero aquí debe haber libertad; y ahora mismo en este terreno no hay ni algunos quieren dejar», «Mmuchísimas [sic.] librerías cerrarán, lo siento por los libreros tradicionales pero así es la digitalización que hace más accesible todo. Podremos leer en segundos cualquier libro estemos donde estemos», etc.— que, como en el caso de la música, demuestran un desconocimiento absoluto de lo que es un editor, un productor musical, un librero, por no ir ya directamente a un texto cuidado, una traducción con garantías, etc. No seré yo quien defienda modelos de mercado caducos ni los abundantes abusos que hay en los precios de la música y los libros, pero comienza a ser exasperante la total falta de conocimiento en los defensores del todogratisahorayporquesí de lo que conlleva diseñar una colección de libros o de discos y lo que hay detrás de producirlos con el cuidado necesario.
[^2]:
Incluso por el número de palabra en el texto.
Me lanzan la pregunta —o el guante— a través de otro blog acerca de cómo afectará el proceso de Bolonia al ámbito de los estudios filosóficos. La pregunta tiene su aquel, como decimos los gallegos, porque presupone que el programa marco de Bolonia y su aplicación implican la herida de muerte a las humanidades y a la posibilidad de que los estudiantes desarrollen capacidades más allá de las técnicas en la Universidad.
Como algunos lectores saben, no soy precisamente el más indicado para hablar de Bolonia, mi filiación a la universidad española termina precisamente cuando el proyecto comienza a tomar forma y cuando las instituciones tienen que empezar a considerar seriamente la modificación de sus estructuras para aplicar el nuevo programa. Mientras todo esto comenzaba a pasar, yo me trasladé a Escocia, a la Universidad de Aberdeen. Las diferencias entre el programa de enseñanza de universidades españolas y británicas era clara: de partida, muchos de los cursos que en España eran obligados en el Reino Unido sencillamente no existían. El contraste era perceptible en el sentido de que uno se planteaba que los alumnos no contaban con una formación generalista al terminar sus estudios universitarios, algo incomprensible en España.
España frente a Europa
Debo decir antes de continuar que mi experiencia en el Reino Unido está ligada a un centro de investigación multidisciplinar —Centre for Modern Thought— donde conviven historiadores de la ciencia —Mario Biagioli—, historiadores y teóricos del lenguaje cinematográfico —Kriss Ravetto—, directores de cine —Raúl Ruiz—, antropólogos —Daniel James, James Leach y Trevor Stack—, filósofos —Alberto Moreiras, Petar Bojanic—, teóricos críticos —Christopher Fynsk, Nadia Kiwan—, físicos teóricos —Celso Grebogi—, juristas —Tony Carti—, politólogos —Mustapha Kamal Pasha, John Paterson—, teólogos —Joachim Schaper— e historiadores de la literatura y la cultura—Cairns Craig, Michael Syrotinski, Nikolaj Lübecker, Nerea Arruti, Julia Biggane, Teresa Vilarós, Nick Nesbitt—. La manera de cohesionar a un grupo tan variopinto y a sus estudiantes se realiza a través de seminarios semestrales donde todos los miembros participan y de frecuentes conferencias y congresos donde se invita a especialistas mundiales en muy diversos campos. En el Centro no existen cursos al uso tradicional. Si enseñamos, lo hacemos en las disciplinas que nos conciernen, pero el Centro en sí mismo es un lugar de encuentro, de discusión y de investigación. Esta fórmula convierte la formación universitaria en una experiencia muy distinta a cursar un doctorado convencional, y tiene sus ventajas y sus inconvenientes que creo que dan una pauta a aquellos que están atemorizados por el programa de Bolonia.
Entre las ventajas hay que destacar una formación mucho más amplia que la de cualquier otro programa de doctorado que conozca: como alumno, uno decide sobre qué quiere investigar y la manera en que quiere hacerlo, y a cambio se le ofrece un enorme abanico de posibilidades de enfoque, además de conocer de primera mano investigaciones y tendencias en disciplinas que en principio le están vedadas. Esto por sí mismo no tiene precio. Las desventajas son también claras, al menos desde una perspectiva externa: no hay una estructura aparente que permita dar coherencia al currículo, no hay un dominio exclusivo de especialización y la investigación particular es una tarea individual. Digo que son desventajas que se asimilan luego en la estructura mayor que es la del Centro, puesto que a posteriori esa investigación específica debe ser formulada de manera significativa para el resto de miembros, de manera que fuerza a una disciplina de trabajo y de escritura enormemente estimulantes y particulares.
En el sistema británico la formación difiere en gran medida dependiendo del centro universitario donde uno se forme y de las características del departamento que lo acoja. Sin duda, una de las diferencias con respecto a España es la falta de uniformidad en los programas de licenciatura. Si uno estudia en un departamento de literatura volcado, digamos, en literatura latinoamericana, poco verá de literatura medieval o renacentista, pero frente al inmovilismo habitual en España —cada vez menos— en el Reino Unido, como en Estados Unidos, es muy frecuente que los estudiantes se desplacen para estudiar sus doctorados a centros donde se encuentran los profesionales que les interesan. De hecho, el doctorado se concibe como el verdadero ámbito de especialización frente a la licenciatura, que suele funcionar de una manera muy particular: gran cantidad de alumnos se mueven entre varias disciplinas y el resultado final es una incógnita hasta que tienen que decidir hacia dónde enfocarán su carrera profesional.
¿El resultado? Bien, mi percepción es que en lo que respecta al estudiante licenciado medio, en España suelen tener una formación más sólida o, al menos, más estructurada. Pero a diferencia de España, los estudiantes en el mundo anglosajón acaban sus estudios con la capacidad suficiente para desempeñar la profesión escogida. Una diferencia que llama enormemente la atención con respecto al estudiante de licenciatura español es la confianza en el sistema, por una parte, y la independencia y la madurez para modificar el currículo de acuerdo con los intereses que el estudiante va desarrollando progresivamente. Y eso, desde mi punto de vista, es una ventaja sobre nosotros.
Bolonia puede tener muchas cosas malas, sin duda, como todo programa educativo de ambiciones tan amplias, pero tiene algunas buenas. La primera y más importante, convierte la educación universitaria en un lugar donde se forman profesionales. Por aberrante que pueda resultar a los puristas, la Universidad ya no es la misma que hace 20 años: el número de alumnos y de licenciados es tan vasto que requiere de este tipo de estrategias para darle coherencia y entidad a una institución que en principio no está diseñada para acoger una población estudiantil tan amplia. Es preciso que se formen profesionales que sean capaces de adquirir habilidades para el mundo real, y si Bolonia logra esto, merecerá la renuncia a ciertos aspectos: Primum uiuere…
Sobre la renuncia y la dependencia institucional
Durante todos estos meses he leído muchas columnas y artículos de colegas acerca de Bolonia. Sinceramente, en ellos uno encuentra de todo y no es justo —puesto que encierra una falsedad— generalizar. Pero quiero dirigirme a aquellos que temen Bolonia y la tratan como el apocalipsis de la cultura occidental tal y como la conocemos. Una de las cosas que a uno le sorprende cuando pasa cierto tiempo en otras instituciones universitarias es la dependencia que nosotros, los profesionales que trabajamos en ellas, creamos en torno a la institución.
La Universidad es para la amplísima mayoría de sus usuarios —uso el término a conciencia— parte de un proceso, no un fin en sí misma. La mayor parte de los estudiantes la observan con una perspectiva utilitaria y eso no es necesariamente malo. Para aquellos que amamos las humanidades, en toda la grandeza de la palabra, tampoco debe ser un problema que nuestras instituciones no nos presten la atención debida. No vivimos en un tiempo donde sea difícil realizar proyectos paralelos o complementarios a los que se desarrollan en la Universidad y, si uno teme o mira con reservas a Bolonia, es una época excepcional para llevarlos adelante. Si Bolonia molesta, hoy como nunca contamos con los medios para ser independientes de las instituciones y realizar proyectos de muy largo alcance con una inversión mínima.
A nadie se le escapa que, en el ámbito profesional, las humanidades tienen cada vez una audiencia menor pero, por otra parte, es mucha la gente que tiene un interés legítimo por ellas fuera de una línea curricular definida. El conflicto se presenta cuando uno quiere apoyo institucional para algo que no genera ese interés en una audiencia determinada. Uno no puede depender de una institución para que dé importancia a su trabajo si este consiste, supuestamente, en tratar temas de interés universal. Si un profesional en la historia de la filosofía —que no es lo mismo que un filósofo—, en la historia de ciencia —que no es lo mismo que un científico—, en la historia del arte —que no es lo mismo que un artista— o en la historia de la literatura —que no es lo mismo que un literato— no se esfuerza en convertir su campo de interés en algo atrayente, entonces el problema no es social ni institucional, es un problema de enfoque de su colectivo determinado y como tal hay que afrontarlo.
¿Hacia donde dirigir la crítica para que sea constructiva?
José Luis Molinuevo lo ha dicho de manera muy clara en su blog: antes de que los círculos de profesionales universitarios dedicados a las humanidades se lancen contra Bolonia, sería conveniente que echaran un vistazo a la situación social de su profesión; porque hay algunos problemas y algunas cuestiones que urgen bastante más que el cambio de un modelo educativo, que siempre puede solventarse por numerosos medios. Cerraré con las preguntas que creo que todos ellos (nosotros) debiéramos hacernos antes de continuar protestando contra Bolonia.
1. ¿Sirve el sistema educativo actual para formar la capacidad crítica? En caso de ser así, por qué la demanda de plazas en el dominio de las letras decrece de manera constante, por qué se cacarea día sí día también la crisis de las humanidades. La historia de la filosofía solo enseña historia de la filosofía, y prenteder que la filosofía desaparecerá si la disciplina lo hace del currículo es una falacia histórica —hay una enorme cantidad de filósofos de primera talla que poco o nada tuvieron que ver con una institución similar a la Universidad— y una bofetada a cualquier cosa remotamente parecida a un razonamiento lógico.
2. ¿Hay una demanda social real de los contenidos creados en departamentos universitarios del ámbito de letras? Una cosa que me sorprende siempre que atiendo a una conferencia en Estados Unidos sobre filosofía, literatura o historia del arte es que la amplia mayoría de asistentes no estudian algo remotamente parecido a lo que se trata en ellas. Recuerdo hace años, hablando con uno de los editores más importantes de España en el ámbito de las humanidades, que comentábamos cómo en nuestro país era impracticable realizar colecciones como las que se hacían en Italia, en Francia, en Alemania, o en el mundo anglosajón. La razón es que en estos países existía un público potencial para esas publicaciones que no había en castellano. La pregunta siguente es clara:
3. ¿Qué sucede en esos países, que cuentan en ocasiones con un ámbito lingüístico mucho menor que el del castellano, que no pasa en el nuestro? Tras ojear el perfil del lector competente en ellos, la respuesta no permite el escaqueo: nuestros vecinos, tradicionalmente, han valorado siempre una práctica de escritura mucho más considerada con el neófito. Hay colecciones que permiten cubrir de manera satisfactoria una materia y tienden un puente para el que las lee con textos más especializados. Existe una ética de la escritura que enseña a sacrificar el dato por la historia que se cuenta, y esto es algo que nunca he visto enseñar en ninguna universidad española y sí, por el contrario, se tiene muy en cuenta en las universidades extranjeras.
4. De todo ello deriva una práctica que me parece que ha sido, y sigue siendo, la más contraproducente de todas en el mundo de la alta cultura en castellano, y es el ostracismo de los profesionales que se dedican a enseñarla. Sistemáticamente, cuando uno lee una columna en la prensa donde se alerta contra el fin de las humanidades, jamás se expone de manera clara y convincente —más importante la segunda que la primera— qué se pierde con su desaparición, y lo que es más importante, rara vez la alerta va más allá de cuestiones de corrección gramatical o de la importancia de conocer las raíces latinas y griegas del castellano.
5. Un intelectual, un auténtico intelectual, tiene una vocación infinita no por el claustro ni por el refectorio, sino por trabajar en lo que legítimamente cree que es importante y por hacerlo visible y comprensible —con éxito, se entiende— a la sociedad que paga con sus impuestos el mantenimiento del archivo donde pasa abnegadamente su vida, del refectorio donde escribe y de la palestra desde la que comunica. El ejercicio realmente perjudicial es el contrario: defender la centralidad del claustro y del refectorio y considerar como secundarias —sino terciarias o cuaternarias— la divulgación y la transparencia de la investigación. Y si molesta al erudito, es quizás porque el erudito necesita la cura de humildad que Bolonia le está dando.
6. La última y la más importante: ¿Por qué está la universidad sola plantando cara al programa de Bolonia?
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Vivimos en un mundo extraño, en un mundo donde Brad Pitt ha hecho más por la Ilíada que toda la crítica en castellano del siglo XX, donde Oliver Stone ha hecho más por Plutarco o Quinto Curcio Rufio que toda la helenística hispana y donde Zack Snyder ha hecho por Diodoro Sículo y Heródoto lo que parecía imposible. Verlo así es, evidentemente, injusto; pero no por injusto menos cierto. En fin, sigo creyendo que nuestra tarea es hoy, más que nunca, la de formar lectores y ciudadanos con capacidad crítica. Pero creo que la capacidad crítica comienza en primer lugar por uno mismo, y la independencia institucional —si es que la institución molesta— puede ser una de las prácticas más sanas que los hipercríticos con Bolonia pueden llevar adelante. El cuerpo universitario, el cuerpo de docentes en secundaria es materia aparte y digna de todo elogio, debería tomar muy en serio los retos que le propone Europa y, ante todo, un público —la sociedad que los pare y los nutre— que tienen desde tiempo inmemorial abandonado.
Dejo aquí algunos sitios que se han unido a esta propuesta de hablar de la filosofía en el marco de Bolonia: Phiblógsopho, El espejo de la realidad, Antes de las Cenizas, … En caso de haber más que han seguido el meme, siempre pueden dejar el enlace en los comentarios de las entradas citadas o en los de esta.
Hace un tiempo dediqué una entrada al precio del libro digital y, sobre todo, a las malas experiencias que había tenido con dos libros recientemente adquiridos en ebooks.com. Una empresa que, por cierto, sigue siendo incapaz de solucionar mis problemas con ellos y que no parece dispuesta a hacerlo.
El caso es que hoy me he encontrado en Booksquare con una entrada de Kassia Krozser que denunciaba de manera muy clara y elocuente la falta de visión que los editores están teniendo a la hora de comercializar libros electrónicos. Esta falta de adecuación entre el mercado y los editores puede resumirse en cuatro aspectos:
* el precio. El ejemplo que nos da el artículo es uno más en la enorme lista de despropósitos en la digitalización de libros. Mientras que una copia en papel de ejemplar cuesta 27,50$, la edición electrónica es ligeramente más cara 27,99$. Esto podría tener sentido en el caso de libros descatalogados que requieren ser digitalizados desde un impreso, donde la obra tendría que recomponerse, con los gastos de cotejo y maquetación derivados, siempre que no estemos pensando en su simple escaneo, como ha hecho Cambridge University Press con parte de su fondo. Para las novedades editoriales, que han sido creadas directamente en formato digital —volviendo a Cambridge que hace tiempo que crea sus libros, y los solicita, en LaTeX— y cuyo derivado —con mayor costo, evidentemente— es la obra en papel, el precio es claramente un abuso e injustificable… A menos que consideremos la triste realidad, gran cantidad del precio viene derivada, precisamente, del desarrollo de protecciones digitales que van directamente en contra del usuario.
* el catálogo. El artículo de Kroszer no se refiere a literatura académica, pero en este caso es indiferente. La literatura de ficción y los textos técnicos sufren el mismo problema en la actualidad y es que el catálogo en papel no corresponde con el catálogo del formato electrónico. Esto es justificable, de nuevo, cuando vamos al fondo de una determinada editorial, pero ridículo si hablamos de libros publicados en —digamos— los últimos diez años. La cuestión de Kozser es en este punto un tanto ingenua: ¿han hecho las editoriales un estudio de mercado sobre el tipo de lectores que consumen los libros? La mía sería: ¿Están dispuestas las editoriales académicas a renunciar al lucrativo negocio de firmar convenios millonarios con las Bibliotecas Universitarias y Centros de Investigación para un acceso restringido a su fondo y liberar de una vez sus obras a un precio razonable?
* el formato. Kroszer menciona de pasada el tema del formato diciendo que salvo para unos pocos títulos, tiene poco sentido mantener el formato del libro en papel en su versión electrónica. Aquí, como persona dedicada a la literatura y a la historia, debo disentir. Es preciso mantener este formato sencillamente por una cuestión de coherencia a la hora de citar o referirnos al texto, y la multiplicación de ediciones, paginaciones y plataformas, lo único que podría hacer es crear obras mucho más difíciles de referenciar y etiquetar, algo que es tan importante para los académicos como para la difusión de los textos en red.
* el drm. Este es mi principal problema con los ebooks que están en el mercado en la actualidad. No entiendo la estúpida obsesión por proteger un pdf hasta hacerlo prácticamente inservible. ¿Qué sentido tiene que pague más por una obra en un formato que está completamente limitado para su lectura? ¿Pago entonces por su inmaterialidad? ¿Por poder llevarlo en mi ordenador, y solo en mi ordenador? ¿Y qué pasa si mi ordenador ha sido llevado a reparar? ¿Qué pasa si quiero leer el pdf en mi iPhone? ¿Qué pasa si tengo 3 ordenadores? ¿Qué pasa si quiero imprimir más páginas del libro que las que se me pone como límite?
Estos cuatro factores son importantes en la evolución del mundo del libro hacia la plataforma digital, y si cobran gravedad es por la propia codicia de las casas editoriales. El ejemplo de la música nos enseña que cuanto más retrasen y compliquen los editores el paso al formato digital, mayores y más agresivas serán las medidas comerciales que tendrán que tomar a posteriori para recuperar el terreno perdido. Kozser menciona sabiamente el caso de las tiendas de iTunes y de Amazon y la rebaja de precios que la música está sufriendo últimamente, y lo propone con sentido como un modelo al que las editoriales deberían prestar atención.
La discusión sobre el precio del libro, que cada ver se convierte en un tema más debatido en Internet debe ponerse en relación con estos aspectos y, sobre todo, pasar a formar parte de un debate activo en la red en castellano.
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edito: precisamente en una de las noticias que enlazaba más arriba se destacaba el funcionamiento de Fictionwise, que es uno de los portales más importantes para ebooks digitales en lengua inglesa. El caso es que me entero —vía BoingBoing— de que una de las empresas encargadas de proporcionar la encriptación de libros de Fictionwise, llamada Overdrive, ha decidido cerrar el 30 de enero sin dar ninguna razón específica al respecto. Fictionwise ha colgado en su red una página de FAQ para informar a los usuarios de los problemas que pueden venir derivados de ello: la empresa no dispone de las claves y cada ejemplar está vinculado a una computadora determinada, de manera que si alguien quiere hacerse con una copia protegida por Overdrive después del 30 de enero, le será imposible abrirla en su ordenador.
Cuento esto porque refleja un problema evidente en el drm, que es la relación de dependencia creada entre la copia y la empresa proveedora de protección de la misma. Esta relación puede hacer que partes de un catálogo de ebooks, o el catálogo completo, queden inservibles en un futuro próximo, lo que supone un serio problema para la empresa distribuidora. El resultado de todo ello ya lo hemos vivido recientemente con la música: Apple anunció hace un par de días que todas las canciones vendidas a través de la iTunes Store lo harían libres de drm. Se trata de una buena noticia que no debemos agradecer a Apple —aunque Jobs en principio estaba en contra del drm— sino a Amazon. Apple pide a los usuarios que ya cuentan con canciones de su tienda, que paguen un tercio de su coste original para eliminar la protección. Parece claro que no se trata de un problema de los usuarios la aceptación o eliminación del drm, sino de las propias empresas gestoras, pero a todas luces estas quieren sacar dinero hasta de sus propios errores.
Lo sucedido con la música parece dar buenas pistas de lo que ocurrirá en un futuro próximo con el drm: tendrá que desaparecer. Los únicos perjudicados seremos aquellos que hemos querido hacer las cosas bien y seguir el camino trazado por las empresas. Creo firmemente que el drm pasará a la historia en breve y que en un futuro no muy lejano serán las distribuidoras de contenidos las que tendrán que perseguir a los usuarios para que consuman lo que tengan que ofrecer. Microsoft, como siempre, será la excepción, ya que ha hecho un sistema de protección de copia mucho más complejo para su inminente Windows 7. Creo que los usuarios son lo suficientemente inteligentes y maduros como para saber cuáles son sus posibilidades de apoyar otros modelos de software y de difusión de la cultura. Hasta entonces, solo me queda recomendar que la gente que quiere pagar por los contenidos se haga con una copia libre de drm hasta que se la vendan sin él, y entonces compre.
Cierro con algunas preguntas que me gustaría que contestarais en los comentarios para seguir con el tema: ¿existe un mercado serio de libro digital en castellano? y, de ser así, ¿hay mercado de ebooks académicos en castellano de editoriales, pongo por caso, como Alianza, Gredos, Trotta, Siruela, Fondo de Cultura Económica, Crítica, etc? ¿Preferís un texto en papel o un texto electrónico bien indexado y con la posibilidad de búsquedas? ¿Cuánto estaríais dispuestos a pagar por un libro electrónico? ¿Compráis o habéis comprado alguno y, en ese caso, cuál es vuestra experiencia?