La historia comienza en 1354, durante la Guerra de los Cien Años, cuando un mercader de Siena reclamó su derecho al trono de Francia. Tommaso di Carpegna recoge en su libro la interesante biografía de Giannino de Guccio, que recorrió Europa —de Roma a Hungría, de Avignon a Venecia, de Nápoles a Alemania— buscando ejércitos y personas que lo apoyaran en sus pretensiones reales. En su convicción, Guccio llegó a establecer contactos con los turcos a través de un judío converso para reclamar su ayuda, la promesa era que una vez en el trono, Francia abandonaría sus incursiones en Tierra Santa y su participación en las cruzadas, el pago sería en tropas y dinero.
Guccio no era un loco, en su búsqueda de apoyos logró el favor de personajes como Cola di Rienzo, dictador romano, y los reyes de Navarra, que también tenían pretensiones sobre el trono de Francia. La cuestión de fondo reside en cuál es el interés de un personaje menor en la historia de Europa y con unas aspiraciones que pueden parecernos excéntricas, como poco, a los lectores contemporáneos.
Giannino de Guccio es, sin duda, un personaje histórico menor, pero representa un fenómeno muy común en la historia medieval Europea. Su lugar en la historia nace de un contexto específico que le da entidad como arquetipo: el ejército francés había caído en el sitio de Poitiers, Juan I había muerto prácticamente al momento de nacer y en la corte gala corría el rumor de que el regente había sido asesinado. Aunque estos hechos puedan parecer desconectados, existe una clara vinculación entre la política medieval y la exégesis bíblica que les da coherencia. En primer lugar, la derrota de Poitiers era, para el espectador medieval culto, síntoma inequívoco de que un rey ilegítimo ocupaba en trono de Francia, puesto que el destino de una corona, como demostraba el Antiguo Testamento, estaba regido por el favor o el abandono de Dios.
El interés del personaje, siguiendo la argumentación de Tommaso di Carpegna, no reside en el hecho de que fuera un aspirante al trono, sino en que fuera un aspirante sin lazos nobiliarios y completamente desconocido. Al igual que Cristo, cuyos orígenes eran los más humildes que cabían pensarse, Guccio podía ser el rey de Francia aún a pesar de haber nacido en Siena y ser un simple mercader. La Biblia no solo aportaba el ejemplo de Jesús de Nazaret, David, el hijo de un pastor, era un ejemplo enormemente popular. El espectador medieval tomó en serio la reclamación de Guccio —que había conseguido certificados de nacimiento de varios notables— por este motivo, y este consiguió el apoyo de su ejército de mercenarios solo tras haberles demostrado que era quien decía ser.
Durante la Edad Media, al contrario que en la actualidad, donde contamos con documentación gráfica de cualquier rey o noble, el Rey era un desconocido para su pueblo. El contacto cercano con la corona estaba reservado a los miembros de la corte, y solo una muy limitada parte de la vastísima mayoría de la población tenía la oportunidad de ver al monarca en actos públicos o celebraciones. Salvo un círculo bien limitado de nobles, nadie había visto a Juan I; de manera que cabía pensarse que cuando Guccio se levantó en armas por la corona de Francia con un ejército que lo respaldaba, probablemente sus aspiraciones fueran legítimas. Los testimonios de otros nobles eran la prueba más feaciente de la identidad durante la Edad Media. Guccio, con el apoyo de Cola di Rienzo o del rey de Hungría podía demostrar ante quien se lo exigiera su identidad.
A la vez, la figura de Guccio era importante en una estructura de estas características y encontraba acomodo, por sorprendente que pueda parecer, en una percepción realista y utilitaria de las fuerzas políticas. Que la figura de Guccio estableciera paralelos con Cristo y David permitía extrapolar la narrativa bíblica convirtiéndola en un manual de actuación política: era el rey de pleno derecho que provenía del anonimato, y clave por tanto para restablecer los lazos entre Corona, pueblo y Dios; salvando a Francia en un momento de extrema necesidad. El poder político de Guccio reside en el papel que desempeña en una estructura histórica dada, solucionaba necesidades políticas reales y coincidía con una narrativa subterránea enormemente poderosa en la mente medieval.
No debe extraerse de lo expuesto que Guccio fuera un personaje lo suficientemente hábil como para salirse de la narrativa política e y el devenir histórico medieval e intentar manipularlo. Tomasso di Carpegna argumenta de manera convincente que es mucho más acertado considerar que Guccio creía ser Juan I, rescatado milagrosamente de la cuna, y que todos sus movimientos para obtener apoyos para su reclamación no respondían a un interés personal, sino a la convicción de que estaba destinado a redimir a Francia y a salvaguardar la Corona. Su vida ofrece, por ello, lecciones importantes para comprender la filosofía política medieval y renacentista, o al menos su práctica real y cómo esta era interpretada y entendida por sus contemporáneos.
Si uno de dirige a Enrique VIII reclamando ser el nuevo Josías, a Fernando e Isabel arrogándose el papel de defensores terrenos de la Iglesia, a Carlomagno como el ungido de Dios o el César de Cristo y un largo etcétera, podrá comprobar de manera reiterada cómo la Biblia tiene un poder estructurador enorme en la mentalidad política medieval y renacentista. Ésa era la tarea principal del propagandista, y explica la relación tan estrecha entre las fórmulas de movilización en el marco político y en el religioso, que se extienden a lo largo de la política europea hasta bien entrada la modernidad.
Por supuesto, Giannino de Guccio no consiguió su meta y fue incluso encarcelado por sus pretensiones. Su aparición en la historia de Europa fue tan repentina como su desaparición en 1361. No se sabe qué pasó durante los seis años siguientes ni qué fue de Guccio, la única pista que nos queda es un testamento atestiguado por su esposa donde se declara su muerte en 1367. Se desconoce dónde, en qué circunstancias o a manos de quién.
Esta deliciosa historia fue recogida y estudiada por Tommaso di Carpegna en 2005, y acaba de ser traducida por William McCuaig al inglés: The Man Who Believed He Was King of France. A True Medieval Tale, Chicago: University of Chicago Press, 2008. Podéis leer de manera gratuita el primer capítulo en la página de la editorial.
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